A fines del
mes de octubre empiezan en Xico las celebraciones de las ánimas, por ello se
colocan en las casas de la pintoresca ciudad los famosos altares de muertos de
quienes, aseguran la tradición, vuelven de su mundo inconocible al mundo
terreno. En relación a estas visitas el pueblo espera el 27 de octubre a
quienes murieron en las aguas; el 28, a los muertos por violencia; el 29, a los
del limbo, que murieron sin ser bautizados; el 30, a los infantes; el día 1 de
noviembre, a todos los muertos y, el 2, es el día de la bendición y despedida
de las almas.
En estos
altares, donde se colocan numerosas imágenes religiosas, los deudos ponen,
entre flores y rama tinaja, diversos guisados y platillos típicos de la cocina
Xiqueña. Entre éstos no pueden faltar los tamales de hoja de mazorca, los
dulces de pepita, el champurrado (atole de cacao con masa de maíz), el pan de
muerto, los bizcochos nevados y las canastas pequeñas, forradas de papel de
colores y llenas con cacahuates, manzanitas,
tejocotes y naranjas. Esto y más detalles no anotados son parte de las
ofrendas, tradición que se debe cumplir o de lo contrario sucederá algo como lo
acontecido a un descreído y tirano sujeto.
Dice la
leyenda que en una ocasión, una niña huérfana le pidió dinero a su padre para
poner un altar en honor a su madre, que poco tiempo atrás había fallecido; el
cruel padre no dio nada a su hija, sólo le regañó por creer en cosas que él
llamaba tonterías. Al final, le dijo que pusiera en lugar de una vela, un ocote
encendido y , en lugar de guisos o frutas, dos piedras. La niña en su tierna
inocencia, procedió a colocar un altar improvisado lo que su padre le dijo y
arregló la ofrenda con flores silvestres, misma que terminada mostraba su
pobreza y los detalles impropios sugeridos por el escéptico padre de la pequeña
huérfana.
Se cuenta que
el día 2 de noviembre, el incrédulo padre se fue al campo a buscar leña, desobedeciendo
con ello a la regla de no trabajar ese día. Mas cuando cortaba ramas secas,
sintió un dolor en la espalda que lo dejó tieso y estando en ese tormento y en
una sola postura, escuchó un ruido, semejante al caminar de muchas personas. El
ruido provenía de la hojarasca regada por el monte; un grupo de pájaros pepes
comenzó a denunciar con sus picos la presencia de lago y luego emprendió un
vuelo agitado entre los ramajes de los árboles.
De pronto,
ante los ojos del leñador comenzaron a pasar muchas siluetas vestidas de color
blanco; sin duda eran las ánimas pues llevaban cargando sus ofrendas y sus
velas encendidas; al final de todas ellas iba una muy triste, reconoció en ella
a su esposa muerta. Posteriormente, muy arrepentido pidió perdón a los cielos y
nunca más, hasta el año en que murió, dejó de poner en su casa un hermoso altar
de muertos.
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